Hoy en Espantapájaros tenemos como invitado especial a Felipe Munita, investigador chileno en el área de literatura infantil y juvenil, quien comparte con nosotros su ponencia El gesto cotidiano: literatura, infancia y oralidad en el mundo contemporáneo.
Licenciado en Letras y Profesor de Castellano por la Pontificia Universidad Católica de Chile, Munita es autor de Literatura infantil y escuela: Un diálogo posible (Kultrún, 2010, ensayo) y Melero, detective de insectos (Amanuta, 2011, narrativa).
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El gesto cotidiano: literatura, infancia y oralidad
en el mundo contemporáneo
“La literatura y el habla cotidiana se mezclaban
en una oralidad no comprendida todavía”
Laura Devetach
Capitán Chuchoca, Nievelina y los caminos de la oralidad
Estas palabras comienzan con dos experiencias relacionadas con la narración oral, dos instantáneas que reflejan mundos opuestos, páginas que los invito a transitar.
Primera fotografía. Cuando mis hermanos y yo éramos niños, mi padre, por la noche antes de dormir, nos contaba una historia. Hasta ahí, él repetía el gesto que cientos o miles de padres y madres realizaban en ese mismo momento, en otros rincones de la ciudad, del país, del mundo. Pero ningún otro niño, de esos cientos o miles arrellanados en otras tantas camas, escuchó el relato que acompañó mi infancia: la historia del Capitán Chuchoca y el Ayudante Viroca. Diremos, por ahora, que era un relato interminable, que mi padre retomaba noche a noche, durante unos minutos a veces más escasos de lo que nosotros, ávidos lectores, hubiésemos querido. Sí, lectores. Pues, pese a que nadie sostenía un libro entre las manos, todos, él y nosotros, leíamos.
Segunda fotografía. Leo en el libro La escuela en la tradición oral, editado por la Universidad Nacional de Colombia, las siguientes palabras de Nievelina Palacios, una mujer de 37 años, de la ciudad colombiana de Quibdó: “… mi abuelita nos contaba esas historias pero yo no me acuerdo pues tengo la cabeza ocupada en otras cosas y ni siquiera tengo tiempo de contarle a mis hijos historias de esa naturaleza, pues llego muy cansada y no me queda tiempo (…) según contaba mi abuela que le habían contado a ella los abuelos antiguos, esas cosas sí se veían, eso era real…” (Roldán et al, 1998: 21).
Estas instantáneas representan dos caminos posibles para la oralidad en el mundo contemporáneo. Uno, el seguido por Nievelina, es suprimir los relatos orales del seno familiar en pos del ritmo de vida que exigen las sociedades modernas, cuya vertiginosidad y demanda impediría el tener tiempo y energía para una actividad pragmáticamente inútil como es la de contar historias. Esta senda pareciera tener una explicación en las palabras de Humberto Maturana, cuando señala: “Vivimos en una cultura que niega el juego. No se espera que juguemos porque debemos estar haciendo cosas importantes para el futuro. No sabemos jugar. No entendemos la actividad del jugar” (1992: 256). Mientras, un segundo camino, escogido por mi padre, es el de repetir ese antiguo gesto de narrar –y de jugar-, aún cuando las “condiciones externas” de la sociedad actual no lo favorezcan. Pienso en Daniel Pennac (1996), cuando dice que el tiempo de leer es siempre tiempo robado; así mismo pienso del tiempo de contar, pues nadie, nunca, nos ha entregado ese tiempo. Es un tiempo que se intenciona y se construye.
Pese a las distancias geográficas y temporales que nos separan, esa abuela colombiana y yo –e incluso la propia Nievelina, aunque se niegue a recordar-, compartimos algo en común: relatos de infancia que, nacidos de espacios y personas con una importante carga afectiva para nosotros, nos acompañan hasta hoy, años después de haberlos escuchado. Son, pues, parte de lo que Laura Devetach denomina nuestros textos internos o, mejor aún, nuestro espacio poético interior. “Cada uno de nosotros fue construyendo una textoteca interna armada con palabras, canciones, historias, dichos, poemas, piezas del imaginario individual, familiar y colectivo. Textotecas internas que se movilizan y afloran cuando se relacionan entre sí” (2008: 37). Y voy pensando que al menos uno de los anaqueles de la textoteca de los hijos de Nievelina, como los de muchos de nuestros niños, permanecerá irremediablemente vacío.
Quizás ustedes han pensado ya en mi padre como alguien muy cercano a las letras, acaso escritor, docente o encargado de proyectos de fomento de lectura. Pues bien, diré que ha sido durante toda su vida una persona ligada al trabajo agrícola, que no ha intentado escribir –hasta donde sé- una obra literaria y que, sin ser un mal lector, tampoco tiene una relación estrecha con la literatura. Agregaré que su vida laboral era intensa, que volvía a casa agotado, como la mayoría de los padres y madres de hoy, y probablemente con su cabeza, al igual que la de Nievelina, ocupada en otras cosas.
Entonces, ¿qué lo distingue de la mujer de Quibdó? No es el haber ideado la mejor de las historias, ni hilvanar su relato con grandes artificios retóricos ni con metáforas que sólo nacen del trabajo paciente y delicado con los textos. Nada de eso, creo, caracterizaba las aventuras del Capitán Chuchoca. Sólo hay un gesto que lo distingue: el haber construido ese espacio y ese tiempo. Pues, cuando hablamos de oralidad, la situación comunicativa que se genera es tanto o más importante que el texto en sí. Al decir de la lingüística contemporánea, este héroe de infancia cristalizó en mí más por la enunciación que por el enunciado, por el acto de decir más que por lo dicho.
Será por eso que son vagos mis recuerdos en relación a los acontecimientos de la historia. Hoy, sólo llevo conmigo una o dos imágenes aisladas: el Capitán Chuchoca navegando en una balsa por un río correntoso, perseguido por Pata `e Palo -¿o al revés?-, y acercándose peligrosamente a una gigantesca catarata. Tampoco recuerdo si cayó o no por ella. Pero eso no tiene importancia, pues lo que hasta hoy atesoro es la situación, el momento, ese estar en la cama escuchando el relato en boca de mi padre, experimentando quizás por vez primera esa manida noción del tiempo detenido en otro tiempo. Dice Gastón Bachelard: “Incluso hablando tenemos necesidad de una literatura. La literatura surge de nuestra vida misma, de la más bella de las vidas, de la vida hablada, hablada para decir todo, para no decir nada, hablada para decir mejor” (1997: 179). Y creo, escuchándolo, que esas noches fueron para mí auténticos y significativos acercamientos al discurso literario, aun cuando, como hemos visto, no hayan sido textos que se caracterizaran especialmente por utilizar un lenguaje manipulado con propósitos estéticos. Es probable que el relato tampoco haya sido un ejemplo de estructura narrativa. Incluso mi padre, con la perspectiva de los años, me ha dicho que algunas noches ya no sabía qué otra aventura inventarle al capitán, y que en muchas ocasiones la historia no era más que un refrito de episodios contados días antes, quizás darle otra vuelta más a la balsa y a dormir (he llegado a creer que sus aventuras no eran sino un acercarse eternamente a esa catarata). Pero la oralidad está hecha de otra madera, pues, por alguna razón cuya razón desconozco, Chuchoca ocupa un lugar especial dentro de mi propia textoteca, sentado a la mesa con otras tantas obras, estas sí de indiscutible calidad literaria, con las que voy dialogando.
Son muchos los autores que, en la perspectiva de la pragmática de la comunicación literaria, han planteado que la literatura no debe entenderse solamente como un modo específico de lenguaje, sino “como un modo de producirse, de recibirse, de actuar en el seno de una cultura; lo literario no es una condición a priori de los textos, sino (…) un acuerdo en el que los actores del proceso participan” (Karam, 2005). Y creo que al hablar de la oralidad resulta especialmente necesario atender a esa perspectiva, otorgándole a la situación comunicativa generada un lugar tanto o más importante que al texto mismo. Por ese modo de producirse y recibirse el discurso, por ese acuerdo que nos unía a quienes allí estábamos, es que recordaré siempre este sencillo relato de infancia como uno de mis primeros acercamientos afectivos a la literatura.
Orfeo, Samuel y la vitalidad del relato oral
En ocasiones, el concepto “tradición oral” nos juega malas pasadas, probablemente por el peso connotativo que trae consigo la palabra tradición. Pensamos la ORALIDAD con mayúsculas, exclusivamente como ese enorme acervo de relatos tradicionales nacidos del folclore de los pueblos; mitos, leyendas, cuentos de aparecidos, coplas, el eterno romancero. Y es cierto, todos esos textos conforman una maravillosa e inagotable tradición literaria. Pero cuántas veces olvidamos que la condición misma de la oralidad no es la de ser un corpus estático ni prefijado, sino un campo en permanente construcción y cambio, un work in progress ad eternum, definido esencialmente por su movimiento. Con esto quiero plantear que para compartir relatos orales no es una condición sine qua non saberse o recordar las mitologías y tradiciones literarias orales de los pueblos (como Nievelina, que dice no recordar, cerrando así para sus hijos, probablemente sin quererlo o sin percatarse de ello, las puertas de ese otro tiempo al que hacíamos alusión). También podemos actuar sobre esa tradición, valernos de su movilidad y dinamismo e inventar nuevas historias, aun en el mismo momento de relatarlas, como mi padre con Chuchoca. ¿No es eso, acaso, lo que hacían los antiguos? Pues la oralidad es una práctica espontánea, un gesto cotidiano que sólo necesita de un tiempo intencionado, nacido, como dijimos, no de “tener tiempo”, sino de construirlo.
Una tercera fotografía vendrá a respaldar estas ideas. Es el verano de 2009, estoy en el patio de mi casa, jugando con dos de mis sobrinos, Santiago y Samuel, de 5 y 3 años respectivamente. De pronto, al ver un antiguo bote arrumbado en una esquina del jardín, decidimos subirnos en él y jugar a los piratas. Propongo que cada uno elija un nombre para su pirata. Luego de pensar un momento, y ante mi completo asombro, Samuel contesta: “Yo soy el Capitán Chuchoca”.
¿Cuál es la trama detrás de esa respuesta? Hay una historia compartida, contada no ya por mi padre –su abuelo- sino por mi hermano –su padre- que habiendo vivido ese otro tiempo en su niñez, lo intenciona ahora para sus propios hijos. ¿No es acaso el mismo gesto de hace siglos: la transmisión oral, de generación en generación, de una misma historia que a la vez es siempre nueva?
Las palabras de Samuel me hacen volver a Laura Devetach cuando señala: “Si recorremos el equipaje de palabras, historias, canciones, poemas, ritmos, recuerdos, dichos, sonidos de la infancia, etcétera (…) vamos a descubrir la punta de un gran ovillo. Ovillo que atesora los hilos que dan sentido al imaginario de cada persona. Los imaginarios convergen y esta convergencia de mundos internos y externos, dan sentido al imaginario colectivo de una familia, de una región, de un país” (2008: 14).
Es cierto: Chuchoca y Viroca son parte del imaginario colectivo de mi familia. Y me llevan a pensar que esta concepción de la oralidad entendida como un gesto cotidiano intencionado y compartido ha provocado en nosotros una identidad común, un sentido de pertenencia que nos distingue y nos reúne. Algo así como una versión moderna de los antiguos clanes y sus relatos compartidos.
Agregaremos que, en la actualidad, buena parte de los imaginarios colectivos de una sociedad o nación corresponde al efímero patrimonio que nos lega día a día la televisión, nuestro gran orador contemporáneo. Y por lo mismo, esa necesidad de relatos compartidos que existe al interior de todo grupo, se completa con la insípida parrilla programática de los medios de comunicación. No nos parecería extraño, por ejemplo, que Samuel bautizara a su pirata con el nombre del último héroe de la serie animada de turno. Pero antes pensó en nuestro humilde héroe vegetal. ¿Por qué? Conjeturo una respuesta: porque Chuchoca vive en su imaginario, tal como Apolo o Minerva vivieron en los griegos, tal como Tren Tren y Kai Kai aún viven en el pueblo mapuche.
Volvemos entonces a la idea de la vitalidad de los relatos orales. Y para eso, les entrego una nueva fotografía. Sucedió años atrás, cuando me iniciaba en los caminos de la promoción de la lectura, en una escuela rural de la zona central de mi país. Con mi compañero de trabajo planificamos una actividad que consistía en sentarnos con los niños en la biblioteca, formando un círculo, y contar historias de la tradición oral relacionadas con el terror y lo sobrenatural. Apagadas las luces, cerradas las cortinas, quien contaba se iluminaba con una linterna. Comenzamos nosotros, contando torpemente historias que leímos y memorizamos días antes, de antologías de relatos populares (quizás Oreste Plath, quizás Ramón Laval), para luego ofrecer la palabra… y la linterna. Primero fue el director de la escuela, y luego los mismos niños quienes, uno a uno, iban contando escalofriantes relatos de misterio. Contaban de apariciones del diablo allí mismo, en los caminos aledaños a la escuela, con una pasión y entusiasmo que nos dejaron tan helados como impresionados. Fue un verdadero ruedo de literatura oral, no por nuestras pobres y muertas historias, sino por el movimiento, dinamismo y vitalidad de las historias de los niños, que las “vivían” como parte de un imaginario que ellos compartían, y cuyas puertas abrieron generosamente para nosotros.
Entonces pienso en la abuela de Nievelina, quien creía a pies juntilla en lo que le contaron sus antiguos. Esas historias, para ella, son verdaderas. Y son verdaderas no en el sentido restringido del pensamiento positivista, en los dominios de la lógica y la razón, sino en el profundo terreno de las metáforas y de las estructuras simbólicas de la humanidad. Recuerdo ahora a Floridor Pérez quien, en un hermoso prólogo para su libro de mitos y leyendas chilenas, intenta explicar a los jóvenes la verdad de esos relatos. Aludiendo al mito de Orfeo y Eurídice, escribe: “ustedes dudan que en la antigua Grecia Orfeo bajara al infierno a rescatar de la muerte a su esposa. Pero yo les aseguro que eso sigue ocurriendo hoy mismo en Chile (…) pero el Orfeo chileno no se llama Orfeo, (…) se llama Juan o José, y su Eurídice se llama Carmen o María. Y el infierno actual tiene muchos nombres, por ejemplo, suele llamarse hospital” (2009: 8). Luego, Floridor cuenta la noticia de un hombre que, hace algunos años, quiso vender uno de sus riñones para conseguir una cama para su esposa, y agrega: “esa decisión suya de darlo todo por el ser amado no es mentira, es una verdad eterna” (2009: 9). Una verdad en el terreno de las empobrecidas estructuras simbólicas de la humanidad. Una verdad que funciona en el imaginario colectivo de cierto grupo o sociedad. Eso es lo que supieron ver, desde lugares tan distintos, la abuela de Nievelina, Samuel y esos niños de la escuela rural que mencionaba. Esa es la vitalidad de la hoy llamada oralitura. Y es por eso que, para mí, el inefable capitán Chuchoca es verdad con la misma fuerza con la que para ustedes no lo es.
Ya les dije que no recuerdo si mi héroe finalmente caía o no por la cascada. Pero eso, para ser sinceros, me tiene sin cuidado. Porque si la oralidad está viva y en constante movimiento, tal vez lo sepa mi sobrino. Quizás un día de estos me lo diga. Quizás, quién sabe.
Referencias bibliográficas
Bachelard, Gastón (1997). El derecho de soñar. México D.F., Fondo de Cultura Económica.
Devetach, Laura (2008). La construcción del camino lector. Córdoba, Comunicarte.
Karam, Tanius (2005). “La comunicación literaria: notas para un debate teórico”. En: Espéculo, Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid. Extraído de: http://www.ucm.es/info/especulo/numero31/comliter.html Fecha de acceso: 15 de julio de 2009.
Maturana, Humberto (1994). El sentido de lo humano. Santiago, Dolmen.
Pennac, Daniel (1996). Como una novela. Bogotá, Norma.
Pérez, Floridor (2009). Mitos y leyendas de Chile. Santiago, Zig zag.
Roldán, Helena et al (1998). La escuela en la tradición oral. Bogotá, Universidad Nacional de Colombia/ Plaza & Janés.
Ponencia leída en el “I Seminario de Narración Oral”, Rancagua, Chile; y en el “II Congreso Latinoamericano de Comprensión Lectora”, Neuquén, Argentina (agosto – septiembre de 2009).