Mundos posibles: Explorar la fantasía… para inventar la realidad

Por: Yolanda Reyes

Ponencia de Yolanda Reyes*

“Me voy a Espantapájaros a morder niños”, le anunció Elisa, una niña de dos años, a su asustada mamá. Si ustedes están suponiendo que se trata de una frase inventada para comenzar algún cuento, se equivocan. Elisa es una niña absolutamente real, y la escena sucedió la semana pasada cuando su mamá le estaba preparando la lonchera para regresar al jardín, después de vacaciones. Por supuesto, la madre se quedó preocupadísima y me llamó un par de horas después para preguntarme cómo se estaba portando su hija. Cuando le contesté que muy bien, (que había jugado feliz a las muñecas y a preparar comiditas y a correr con sus amigos) no parecía convencida, y entonces me contó la historia. Ciertamente Elisa había mordido alguna que otra sonrosada y redonda mejilla de sus compañeros cuando era más pequeña –es decir, en el semestre anterior– pero eso ya era cosa del pasado. Ahora usaba su lenguaje cada vez más connotativo, rico y versátil, para entrenarse en “hacer de cuenta”. Si anunció sus intenciones para preocupar a mamá, para expresar la ansiedad del primer día de clases, para ejercer algún control sobre sus instintos, para dar rienda suelta a su imaginación o para todos los fines anteriores, nadie podría asegurarlo con certeza. Pero traigo a colación la anécdota a propósito del tema que hoy nos convoca, como prueba irrefutable de la coexistencia de esos dos planos –fantasía y realidad– en los que nos movemos, sin límites tan definidos ni estrictos, desde la más temprana infancia.

Digamos que por razones de oficio estoy familiarizada, tanto con la literatura como con los niños, y quizás sea el hecho de moverme en esos ámbitos el que me ha vacunado contra la tentación de ser simplemente una “persona sensata”. A pesar de que muchas veces, y por cuestiones de supervivencia adulta, debo tener los pies muy bien puestos sobre la tierra, siento que mi vida sería incompleta –además de estéril y aburridísima– sin esa otra dimensión: la misma que lleva a Elisa a decir aquella frase, o la que lleva a Silvana a decir en tono de burla, cuando le preguntan su edad, “tengo dos años… y miedo…¡buuu!”.

En el fondo, el germen de toda creación humana –y ojo, porque no me refiero sólo a la creación artística– es ese juego, siempre trasgresor, siempre renovado y recién descubierto entre lo real y lo fantástico. Como los niños, cuando preparan comida invisible en tazas diminutas de juguete y se alimentan de esos platos que nosotros no vemos, el mundo y todos sus inventos han sido construidos mediante ese movimiento perpetuo de vaivén entre lo visible y lo invisible; entre lo dado y lo posible. Piensen, por ejemplo, en algo tan habitual y a la vez tan misterioso como Internet. Que nuestros hijos nos digan que estaban hablando con un amigo en Tokio y que los sigamos viendo a nuestro lado, sin moverse de las coordenadas de la casa, parece un acto de magia y sin embargo es parte de su realidad cotidiana, impensable hace unos años. ¿Dónde se hunden los cables invisibles de esa realidad; cómo llegamos a eso; qué otros mundos posibles seguiremos descubriendo? La creatividad humana parece infinita, como el horizonte que se va alejando, a medida que caminamos. Resulta imposible atreverse a predecir cuáles serán los nuevos productos. Lo que sí parece una constante es esa “vuelta de tuerca” que lleva a los seres humanos a enriquecer la realidad con el acicate de la fantasía. Un cuento, una novela, una nave espacial, una sinfonía, un puente colgante sobre el mar, un castillo de arena o una construcción de lego comparten esa arquitectura erigida a medio camino entre lo tangible y lo intangible, entre lo real y lo soñado.

A pesar de que el mundo actual parece movido por semejante aliento fantástico tan cercano al “hacer de cuenta” infantil, la educación parece no haberse percatado de ello. Sometan, si tienen dudas, los currículos o los estándares de cualquier área –lenguaje, matemáticas, ciencias– a una prueba sencilla: valiéndose de un procesador de palabras, pídanle a sus computadoras “buscar palabras” pertenecientes a familias como “inventar”, “crear”, “imaginar”, “transformar”, “jugar”, “fantasía”, “fantástico”, etc, en documentos curriculares. Pueden ir más lejos y valerse de la estadística para contar cuántos “identificar” o “reconocer” hay por cada “inventar” o cuántos “analizar” hay por cada “crear”, y en el ámbito específico de la literatura, cuántos “expresar nuestras ideas” hay por cuántos “sintetizar las ideas de otros”. No es que pretenda negar el aporte de “lo dado” para construir lo “posible” –al contrario, todo el tiempo me he referido a esa tensión permanente entre lo conocido y lo por conocer– pretendo, simplemente, subrayar ese desequilibrio que persiste como leit motiv de la educación y que nos entrena para ser más receptores que productores, más repetidores que transformadores.

Con la ingenuidad todavía decimonónica de que viviremos en un mundo predecible y estático y no en este, en el que los conocimientos se desactualizan con la velocidad con la que se cambia una grabadora por un mp3, nos enseñan a ser más conformistas y menos imaginativos, como si soñar, inventar o crear fueran operaciones mentales reservadas a un puñado de genios sueltos y no necesidades vitales para aportar a la transformación de este mundo cada vez más cambiante y, por desgracia, cada vez más en las manos de unos pocos.

De ahí que la propuesta de enseñar literatura en la escuela, pero no como el ejercicio estéril de leer y subrayar las ideas principales o de identificar las secuencias narrativas o de repetir lo que quiso decir el autor, sino como la posibilidad de explorar mundos posibles tanto fuera, como dentro de nosotros, resulte más urgente en el mundo de hoy. Las posibilidades interpretativas y la gran riqueza emocional y cognitiva que moviliza la ficción proveen el sustrato –como aquellos nutrientes invisibles de las tacitas de muñecas– para que cada ser humano desarrolle desde el comienzo y a lo largo de las distintas etapas de su vida, alternativas ricas y diversas para su crecimiento continuo como sujeto interpretativo, imaginativo, sensible, crítico y creador: autor y coautor a la vez, en diálogo permanente con lo dado y con lo que cada persona tiene para decir.

En ese “tiempo otro”, construido con esas “coordenadas otras” de la ficción, se inaugura el paso a ese lenguaje, también otro, que va más allá de lo fáctico y que es la puerta de entrada a esos reinos invisibles en los que se yerguen el pensamiento y la imaginación humanas. La ficción permite hablar de lo ausente recurriendo a lo presente y nos ayuda a iniciar el contacto con formas discursivas más complejas, distintas a la lengua de la inmediatez. Para retomar el ejemplo del comienzo, Elisa a sus dos años, ya no tiene que morder a sus amigos. El lenguaje le permite “hacer de cuenta” que morderá; es decir, darle una vuelta de tuerca a sus instintos, gracias al mecanismo simbólico de anunciar en un “registro otro” lo que no hará en el ámbito de lo real. Pero el descubrimiento de ese “registro otro” como posibilidad descifradora, transformadora y catártica, no se da por generación espontánea, sino que requiere de alimento permanente. Y precisamente por ello, necesitamos trabajar deliberadamente esas posibilidades de construcción simbólica que ofrecen la literatura y la expresión artística para el desarrollo de la imaginación infantil.

En las frases de Elisa o en las de Silvana está presente ese juego que da fe de su incipiente contacto con las coordenadas “otras” de la ficción y que las ha situado ya en el amplio texto de la cultura, para señalarles cómo el lenguaje permite transformar nuestras pulsiones e instintos. Continuar enriqueciendo y alimentando ese desarrollo progresivo del lenguaje –o, mejor, de “los lenguajes”– más allá de lo fáctico, para que emprendan viajes cada vez más alejados del aquí y del ahora y para que se aventuren por lugares y tiempos ignotos, sería el desafío para los educadores, no sólo de estas niñas sino de todos nuestros niños.

O digámoslo con las palabras de Harold Bloom: “Un niño a solas con sus libros es, para mí, la verdadera imagen de una felicidad potencial, de algo que siempre está a punto de ser. Un niño con talento, utilizará una historia o un poema maravillosos para crearse un compañero. Ese amigo invisible no es una fantasmagoría malsana, sino una mente que aprende a ejercitar todas sus facultades. Quizá es también ese momento misterioso en que nace un nuevo poeta, un nuevo narrador”.

“Una mente que aprende a ejercitar todas sus facultades” en el ejercicio de inventar historias y de inventarse a sí mismo”. Tal vez no hay palabras más pertinentes para señalar el lugar de la literatura en la educación. Por eso propongo desarrollar la imaginación y la fantasía, como facultades por excelencia para que todos nuestros niños y niñas comiencen a participar en la tarea colectiva de descifrar, pero también de reinterpretar y de transformar el mundo. En ese movimiento de vaivén entre lo dado y lo posible podría ubicarse el lugar de la educación.

*Agosto de 2006.